Mariano
Ortega

La experiencia de habitar después de construir, de poseer después de fundar, de unificar todo aquello que se encuentra diseminado y segmentado, no es otra distinta a la construcción de nuestra idea del mundo que habitamos y rompemos cada vez que nos es posible.

Abandonar - es en un principio - salir para no volver. Dejarlo todo puesto sin preocuparse de lo que se deja sucio o servido, encendido o mojado, guardado o destapado. Asumir las consecuencias del abandono no cambia el resultado y es en si mismo una entidad ajena a sus efectos. El espacio intersticial que habita el abandono después de su ejecución y antes de sus secuelas es una paradoja, pues tiene la lógica de un recuerdo que se oculta y se mantiene en secreto, que se cobija para protegerlo aunque con ello se conduzca al olvido.

El punto mas distante del primer paso de ese viaje, nos coloca en la desaparición del objeto y de la memoria, ¿es posible revertir este proceso? ¿qué resulta de tal mecanismo? ¿Podemos ponerle el rostro de un olvido a un espacio concreto? ¿Podemos nombrar una piedra con el nombre de aquello que recuerda su forma?

Siguiendo por esa ruta, la construcción de un espacio que habitamos podría realizarse con un hilo conductor, con un recuerdo que une otros espacios y los delimita en su forma. Su intervención dota de un cuerpo en el que se cierne un post recuerdo, es decir; un objeto que renuncia a su forma para convertirse en la memoria de otro.

Tengo una casa con una esquina derretida que se rompió en la última lluvia.

Dentro se escuchan los ruidos de las vigas secas, las llamas que calentaron los calderos llenos de carnes y caldos. Estaban crujiendo aún rojos en mis ojos la última vez que observé las cenizas blancas de los meses pasados.

Había un espacio entre el sótano y el techo, que rellené con plumas para dormir toda la noche, mientras la casa se doblaba y cambiaba su interior, al despertar todo se había revuelto pero la casa estaba en orden.

La casa cambia pero la recuerdo igual. Era diferente y en mi memoria la había cons- truido siglos atrás, por eso crujía aunque las paredes se mantuvieran de pie y llenas de voces humanas y animales. Me escuchaba hablar con mi voz de perro y de gato, mi voz de niño y de mujer. Me gritaba lo mismo que ahora no recuerdo, aunque pasaba el río debajo de la escalinata que llevaba al sofá en donde me dormí todo el verano.

¿Cómo se construyó esa casa? ¿En donde estará el silencio? Las paredes blancas ama- necían azules.

La noche lo cambia todo, recuerdo colgar los cuadros que pinté cuando era zorro y mi casa una madriguera, aún soy un animal que se guarda en los rincones que la casa reserva para guardar la caza nocturna.

La casa me atrapaba y me cimentó en una línea. La seguía para no desviarme, pero siempre me perdía, cambiaba tanto a cada instante que mas que casa era un bosque encantado, el fondo del mar que se agitaba con el magma hirviente que fabricaba islas ardientes en la habitación donde dormía.

Cuando me cansaba doblaba mi casa, la cargaba y la tiraba en el lago. Cimentaba una nueva siempre era nueva y cuando la habitaba resultaba la misma de siempre. Mi recuerdo hacia viejo lo nuevo y mi olvido me hacia vivir de nuevo lo que había negado, como desenterrar un tesoro que creí haber perdido, por enterrarlo con fe.

Segundo movimiento

Tercer movimiento

Primer, segundo y tercer movimiento.